Bajo la actual administración republicana, Washington intenta tomar medidas que le permitan recuperar su hegemonía global. Sin embargo, estas iniciativas parecen acelerar un proceso que marcha en el sentido inverso.
Por Leandro Morgenfeld – UBA-CONICET
En este segundo mandato iniciado en enero pasado, Donald Trump tiene más poder político que en el primero porque ganó con el voto popular –que había perdido en 2016–; doblegó al Partido Republicano depurando a la mayoría de quienes lo resistían; controla ambas cámaras del Congreso y dispone de una Corte Suprema ultraconservadora, gracias a los tres magistrados que nominó en su presidencia anterior.
Sin embargo, en la actualidad, Trump gobierna un Estados Unidos más débil, que va siendo relegado, sobre todo desde el punto de vista económico, pero también tecnológico, político y monetario, por China, Rusia y otros miembros del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, ahora ampliado a BRICS+, con la incorporación de cinco nuevos países) y la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), fundada en 2001. Analizamos en este artículo si la ofensiva unilateral de Trump está logrando ralentizar, frenar o revertir la transición geopolítica mundial o bien, por el contrario, la acelera aún más.
Estados Unidos, hasta ahora la principal potencia económica y militar, aunque en un proceso de acelerado declive geopolítico, enfrenta en los últimos años una serie de crisis interconectadas que fueron debilitando su estructura económica y social. Desde el aumento de la pobreza y la indigencia hasta la epidemia de opioides, pasando por el colapso del sistema de salud pública y el masivo endeudamiento estudiantil, el país vive una etapa de creciente desigualdad y descontento social, el sustrato que explica la polarización política e ideológico-cultural. Trump es un emergente de esa frustración y descontento y, paradójicamente, puede acentuar todos los problemas que atraviesa el tejido social estadounidense, que muestra indicadores más propios de un país en desarrollo que de una potencia. El aumento de la violencia política hace que cada vez más analistas caractericen la situación como una pre-guerra civil.
El anuncio de una nueva escalada en la guerra comercial por parte de la administración Trump, a principios de abril, que provocó una conmoción en los mercados globales, no debe entenderse como un hecho aislado, sino como un episodio más dentro de un proceso de larga data: la aceleración de la transición hegemónica global, de un mundo unipolar hacia otro cada vez más multipolar. Este fenómeno, que analizamos a fondo junto a Gabriel Merino en nuestro libro Nuestra América, Estados Unidos y China, se ha intensificado a lo largo de las últimas dos décadas y ha devenido en lo que podríamos caracterizar como una Guerra Mundial Híbrida y Fragmentada.
Ante la evidente crisis del orden internacional surgido en la posguerra fría, y frente a un presente marcado por un caos sistémico que recuerda, en algunos aspectos, al período 1914-1945, es necesario repensar los desafíos de Nuestra América no como si la región fuera un mero objeto de disputa entre grandes potencias, sino como un actor con capacidad propia de decisión. Lejos de adoptar los marcos analíticos del Norte Global, desde nuestra perspectiva, urge considerarla como un actor con agencia, que debe forjar su propia perspectiva estratégica en este escenario convulso.
Nuestro propósito es contribuir al desarrollo de un pensamiento geopolítico y estratégico autónomo desde el Sur Global, crítico con las narrativas hegemónicas —como la antinomia “democracias vs. autocracies” promovida por el Occidente geopolítico— que suelen reproducir dependencias intelectuales incluso desde sectores progresistas. Desde nuestra mirada, esta transición puede interpretarse, en cambio, como un proceso contestatario de democratización real del sistema mundial, una puja por redistribuir el poder y la riqueza concentrados durante siglos en una minoría. Para el Sur Global y para Nuestra América en particular, este escenario presenta riesgos enormes, pero también constituye una oportunidad histórica sin precedentes para redefinir su lugar en el mundo.
Trump 2 y sus iniciativas para frenar el declive
Desde su regreso a la Casa Blanca el 20 de enero de 2025, Donald Trump buscó relanzar la promesa de “hacer grande otra vez a Estados Unidos” con una agenda de políticas internas y externas que, en su lógica, permitirían revertir la pérdida de influencia global de Washington. Sin embargo, esa agenda, que combina nacionalismo económico, proteccionismo, desdén por el multilateralismo y presión directa sobre aliados y competidores, lejos de consolidar la posición estadounidense en el sistema internacional, está contribuyendo a acelerar su declive relativo.
En el terreno multilateral, uno de los primeros gestos del gobierno de Trump fue anunciar la revisión de todos los compromisos internacionales de Estados Unidos. Se suspendieron aportes a diversos organismos, incluidos los de Naciones Unidas, con el argumento de que el país no debía seguir financiando estructuras burocráticas que limitaban su autonomía. En el caso de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el retiro de fondos se produjo en las primeras semanas de gobierno, retomando una iniciativa ya ensayada en el primer mandato.
Trump sostuvo que el sistema multilateral estaba “capturado” por intereses contrarios a los estadounidenses, lo cual justificaba un repliegue hacia fórmulas bilaterales, más manejables desde la óptica de la Casa Blanca. Este desdén por el multilateralismo impactó también en la Organización Mundial del Comercio (OMC), a la que la administración dejó prácticamente paralizada, bloqueando la designación de jueces en su órgano de apelaciones e imponiendo condiciones unilaterales a sus socios comerciales.
El frente económico-comercial fue quizás el más emblemático del nuevo giro. Trump desplegó un programa de incremento de aranceles a productos industriales y agrícolas, bajo la consigna de defender a los trabajadores estadounidenses. La eliminación de la exención aduanera para envíos de bajo valor afectó directamente al comercio electrónico internacional, encareciendo miles de productos de consumo masivo. Al mismo tiempo, la Casa Blanca impulsó una política activa de subsidios a sectores considerados estratégicos, como la industria del acero, la automotriz y la producción de energía fósil. Se retomaron además viejos reclamos contra países considerados “injustos” en materia de comercio, entre ellos Alemania, Japón, México y, de manera más evidente, China.
La confrontación con Beijing adquirió un carácter central. El gobierno prohibió la exportación de semiconductores avanzados, impuso restricciones a la venta de equipos de telecomunicaciones y limitó el acceso de empresas chinas a insumos y tecnologías críticas. Se amplió la lista de compañías bloqueadas, lo que afectó no solo a gigantes tecnológicos, sino también a firmas del sector energético y financiero. Washington presentó estas medidas como un modo de evitar que China acceda a tecnologías que podrían tener un uso militar, pero en realidad constituyen parte de una guerra comercial y tecnológica más amplia. Beijing respondió con represalias arancelarias sobre productos agroindustriales y con políticas de sustitución tecnológica, acelerando el proceso de desvinculación de las cadenas de suministro globales.
En paralelo, Trump intensificó la presión sobre sus aliados. A los países europeos de la OTAN les exigió incrementos inmediatos en sus presupuestos de defensa (del 2 al 5%), bajo la amenaza explícita de reducir el compromiso militar estadounidense en el continente. En Japón y Corea del Sur planteó demandas similares, condicionando la continuidad de bases militares y la venta de equipamiento avanzado a concesiones económicas. Esta estrategia, que pretendía fortalecer el poder de negociación de Estados Unidos, generó tensiones diplomáticas crecientes y alimentó, especialmente en Europa, la búsqueda de mayor autonomía frente a un socio que se muestra cada vez menos confiable.
En el plano energético, la administración promovió una expansión de la producción doméstica de petróleo y gas, flexibilizando regulaciones ambientales y autorizando perforaciones en áreas antes restringidas. Estas medidas fueron acompañadas por presiones hacia socios comerciales para que importaran energía estadounidense, en detrimento de otros proveedores. Al mismo tiempo, se cuestionaron acuerdos internacionales de lucha contra el cambio climático, reforzando la imagen de un Estados Unidos replegado sobre sus propios intereses, incluso a costa de socavar compromisos globales.
En materia migratoria, se reactivaron políticas de control fronterizo severo. Se ampliaron las deportaciones, se endurecieron las condiciones para otorgar visados y se implementaron medidas restrictivas contra estudiantes y trabajadores extranjeros, bajo la consigna de “proteger los empleos estadounidenses”. Estas decisiones deterioraron aún más la relación con México y con diversos países latinoamericanos, al tiempo que generaron resistencias internas por su impacto en sectores que dependen de mano de obra migrante. También generaron críticas de organismos de derechos humanos por el aumento del control social y la persecución contra activistas demócratas y de izquierda.
La administración republicana también avanzó en el uso expansivo de la legislación vinculada a la seguridad nacional para intervenir en la economía. Bajo este paraguas, se bloquearon inversiones extranjeras en áreas consideradas estratégicas, se sancionó a empresas por sus vínculos con países “adversarios” y se justificaron medidas de emergencia que tuvieron efectos comerciales de gran alcance. Esta fusión entre seguridad y economía reflejó una visión del mundo en la que todo desafío económico es leído como amenaza existencial.
Las consecuencias de estas políticas no tardaron en manifestarse. Varios socios tradicionales respondieron con medidas de represalia: aranceles dirigidos contra sectores agrícolas estadounidenses, investigaciones anti-dumping sobre manufacturas y restricciones a la inversión de compañías norteamericanas en el extranjero. La Unión Europea, además, comenzó a discutir con mayor fuerza la necesidad de reducir su dependencia de Estados Unidos tanto en materia de defensa como en tecnología, aunque por ahora persiste su subordinación a Washington. En América Latina, la combinación de presiones comerciales y migratorias alimentó un clima de desconfianza hacia Washington, mientras potencias como China y Rusia aprovecharon para afianzar sus vínculos en la región.
En el plano interno, las empresas estadounidenses también acusaron el golpe. Numerosas multinacionales congelaron inversiones debido a la incertidumbre generada por la política arancelaria y la volatilidad regulatoria. Sectores como el tecnológico y el automotriz sufrieron aumentos de costos por la ruptura de cadenas de suministro, lo que derivó en despidos y en una pérdida de competitividad frente a competidores extranjeros. Aunque el gobierno exhibió algunos indicadores de repunte en sectores puntuales —sobre todo en industrias altamente subsidiadas—, el saldo general fue un aumento de la inestabilidad económica y de la percepción de que Estados Unidos se estaba aislando del resto del mundo.
La paradoja es clara: el conjunto de políticas que buscaban reposicionar a Estados Unidos como potencia indiscutida en el escenario internacional están, en los hechos, acelerando la pérdida de hegemonía.
La paradoja es clara: el conjunto de políticas que buscaban reposicionar a Estados Unidos como potencia indiscutida en el escenario internacional están, en los hechos, acelerando la pérdida de hegemonía.
El unilateralismo, el proteccionismo extremo y la instrumentalización de la seguridad como justificación para sanciones y represalias han dañado los vínculos con socios históricos, incentivado la consolidación de alianzas alternativas y debilitado los marcos multilaterales que sostenían el liderazgo estadounidense desde mediados del siglo XX. En lugar de frenar el declive relativo, el segundo mandato de Trump lo está precipitando, generando un escenario global más fragmentado e incierto, en el que la capacidad de Washington para imponer reglas y coordinar consensos se ve cada vez más erosionada. Puede obtener algunas victorias en el corto plazo (concesiones en materia comercial, compra de hidrocarburos y armamento, compromiso de inversiones en suelo estadounidense), con su estrategia extorsiva y transaccional, pero son pírricas, en tanto horadan el liderazgo que supo ostentar Estados Unidos en los primeros años de la posguerra fría.

Trump y Nuestra América
La política exterior de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe atraviesa una transformación al inicio de la segunda presidencia de Trump. El declive relativo de la potencia norteamericana, visible en su pérdida de capacidad de liderazgo mundial, su crisis interna multidimensional y el ascenso de nuevos polos de poder, ha modificado profundamente las dinámicas geopolíticas hemisféricas. América Latina, históricamente tratada como zona de influencia exclusiva de Estados Unidos -su patio trasero-, se ha convertido en un espacio donde se expresa con claridad la transición de un orden global que va dejando atrás la hegemonía estadounidense de la posguerra fría y avanza hacia una configuración multipolar.
En este contexto, la agresividad del trumpismo emerge como una reacción defensiva frente a la erosión del dominio estadounidense. El retorno de Donald Trump al centro de la escena política (Make America Great Again) representa la voluntad de recuperar una supremacía que ya no puede sostenerse sin el uso creciente de la presión, la amenaza o la injerencia directa.
La agresividad del trumpismo emerge como una reacción defensiva frente a la erosión del dominio estadounidense.
El declive relativo de Estados Unidos no implica su desaparición como potencia, pero sí evidencia que ya no ocupa el lugar incuestionado que ostentó durante la segunda mitad del siglo XX. Su poder económico sigue siendo determinante, pero enfrenta una pérdida sostenida de competitividad frente a China, que se ha convertido en el principal socio comercial de la mayoría de los países del mundo y de Nuestra América. Al mismo tiempo, la fragmentación interna, la polarización política, la crisis del modelo económico neoliberal y el desgaste de sus instituciones reducen su capacidad para proyectar estabilidad y consenso a escala internacional (la crisis del globalismo y de los supuestos valores que promovía, como la defensa de la democracia y los derechos humanos y las instituciones del multilateralismo dominando por el Occidente Geopolítica). Esta combinación de crisis externa e interna explica que, en lugar de adaptarse a un mundo cambiante, sectores importantes de la clase estadounidense respondan con nostalgia imperial y políticas agresivas, buscando imponer por la fuerza lo que ya no pueden asegurar solo con influencia. Trump plantea sus pretensiones imperiales casi sin eufemismos.
El jefe de la Casa Blanca encarna esta nueva fase. Su discurso presenta a Estados Unidos como una nación que debe defenderse de enemigos externos y de potencias emergentes que, según su narrativa, se aprovechan de la debilidad heredada de gobiernos anteriores. En esa construcción, América Latina y el Caribe ocupa un lugar estratégico: es presentada como un territorio en disputa donde Washington debe reafirmar su autoridad. Esto se traduce en una política exterior que mezcla sanciones, amenazas militares, operaciones diplomáticas encubiertas, condicionamientos económicos y una retórica basada en la deslegitimación de gobiernos que buscan diversificar alianzas o ejercer políticas soberanas que no se ajustan a los intereses de Estados Unidos. Es lo que algunos llaman la Doctrina Donroe, y yo prefiero destacar como el Corolario Trump a la Doctrina Monroe, en la que se destaca el Secretario de Estado Marco Rubio.
La disputa geopolítica con China es un factor central para entender la política exterior trumpista y su creciente injerencismo en Nuestra América. Washington percibe que la expansión económica del gigante asiático en la región no solo erosiona su influencia, sino que amenaza la arquitectura del poder mundial que Estados Unidos edificó durante décadas. China no ofrece la clásica intervención política ni exige alineamiento ideológico; propone inversiones, créditos, transferencia tecnológica y cooperación económica. Para países latinoamericanos sometidos históricamente a la lógica de la dependencia -y a los golpes de estados, intervenciones militares y políticas de cambio de régimen-, esta alternativa resulta atractiva. Ante esta situación, la administración Trump intensificó la presión sobre gobiernos aliados para que limitaran sus vínculos con Beijing, especialmente en áreas como infraestructura estratégica, telecomunicaciones y energía. La advertencia era clara: quien fortaleciera su asociación con China corría el riesgo de enfrentar represalias económicas o políticas. La Argentina gobernada por Javier Milei es un claro ejemplo de esto.
Sin embargo, esta estrategia choca con una realidad: el peso económico chino es hoy estructural en la región. Muchos gobiernos latinoamericanos, incluso conservadores, han comprendido que su crecimiento y desarrollo dependen en gran medida de la relación con Beijing. Le pasó a Bolsonaro en Brasil, durante la primera presidencia del líder republicano. Las amenazas de Trump y su equipo no alcanzan para revertir un proceso que expresa una transformación global más profunda. Estados Unidos solo puede intentar frenar este avance mediante acciones de bloqueo, desestabilización o guerra comercial abierta, pero ya no tiene capacidad para imponer obediencia automática. Con Trump y Marco Rubio hay más garrotes que zanahorias.
El trumpismo tampoco concibe la relación con América Latina desde una perspectiva de cooperación igualitaria. Su visión recupera el enfoque de la Guerra Fría, donde la región es pensada como una plataforma de seguridad, extracción de recursos y control político. En esa lógica, cualquier intento de mayor soberanía económica o integración autónoma se interpreta como una amenaza. Por eso, gobiernos progresistas o incluso administraciones moderadas que buscan ampliar su margen de acción han sido objeto de campañas de presión, asfixia económica o intentos de aislamiento internacional. La política estadounidense, en lugar de adaptarse al nuevo contexto, intenta restaurar el viejo orden hemisférico apelando a mecanismos cada vez más agresivos.
La política regional de Trump tuvo además una dimensión comunicacional orientada a la sociedad estadounidense. América Latina fue utilizada como ejemplo para alimentar el discurso nacionalista y antiinmigrante. Los fenómenos sociales que impactan en la región –como los flujos migratorios o las crisis políticas– fueron presentados como amenazas para la seguridad nacional. Este enfoque refuerza la narrativa de que cualquier transformación política en Sudamérica debe ser controlada o desactivada para evitar el efecto contagio. El mensaje implícito es que la estabilidad regional solo es posible bajo la tutela de Washington. La excusa del combate al narcotráfico y el terrorismo, una vez más, es usada como excusa para intentar legitimar la vuelta a las agresiones militares del siglo XX. Nicolás Maduro, en Venezuela, y Gustavo Petro, en Colombia, son hoy el principal blanco de esta ofensiva.
Sin embargo, aunque parezca contraintuitivo, la agresividad del trumpismo es también expresión de debilidad. Estados Unidos ya no puede sostener un liderazgo internacional sobre la base del consenso. Su credibilidad global está deteriorada, su política exterior ha perdido continuidad y su autoridad moral se ha erosionado frente a la opinión pública mundial. Trump dinamita todas las instituciones del orden multilateral que Estados Unidos viene construyendo hace décadas.
Estados Unidos ya no puede sostener un liderazgo internacional sobre la base del consenso. Su credibilidad global está deteriorada, su política exterior ha perdido continuidad y su autoridad moral se ha erosionado frente a la opinión pública mundial.
En América Latina, esta pérdida de legitimidad se traduce en gobiernos y movimientos sociales que cuestionan abiertamente el rol histórico de Estados Unidos en la región y plantean la necesidad de construir modelos alternativos de inserción internacional.
La región enfrenta, sin embargo, desafíos complejos. El fin del ciclo de hegemonía estadounidense no garantiza automáticamente un proyecto de integración soberana o desarrollo autónomo. Existen tensiones internas, diferencias políticas, inestabilidades económicas y disputa entre modelos de país. Washington intenta aprovechar esas fracturas para reinsertarse mediante acuerdos bilaterales, políticas de seguridad y alianzas con elites locales que comparten la visión de subordinación histórica. Al mismo tiempo, China y otros actores no están exentos de intereses propios y sus proyectos también pueden profundizar la dependencia si no se los integra dentro de una estrategia latinoamericana de largo plazo.
Por eso, el desafío de Nuestra América consiste en construir un camino propio. Una estrategia latinoamericana. Ello implica fortalecer espacios de integración regional, recuperar la planificación del desarrollo, diversificar alianzas sin subordinación y apostar por una economía más industrial, inclusiva y tecnológicamente avanzada. La transición geopolítica en curso abre oportunidades inéditas, pero también exige claridad estratégica. Sin una intervención activa y consciente de las sociedades y gobiernos latinoamericanos, la región corre el riesgo de quedar atrapada entre la confrontación de potencias sin capacidad de orientar su propio destino. Hace 20 años, en la Cuarta Cumbre de las Américas realizada en Mar del Plata, le dijimos NO al ALCA, el proyecto neoimperial que pretendía imponer Bush de Alaska a Tierra del Fuego. Ese rechazo permitió avanzar con una inédita coordinación y cooperación políticas e integración regional. Se crearon al ALBA-TCP, la Comunidad Sudamericana de Nacional, la UNASUR y la CELAC. Hoy en día hay mejores condiciones estructurales que hace dos décadas para retomar ese camino en post de la siempre postergada construcción de la Patria Grande. Pero hay que recrear las condiciones políticas.
El regreso de Trump al escenario político evidencia que Estados Unidos continuará oscilando entre proyectos enfrentados porque la clase dominante estadounidense sigue fragmentada entre globalistas y americanistas-nacionalistas. Unos apuestan por sostener el liderazgo mundial mediante alianzas, cooperación limitada y diplomacia. Otros proponen recuperar el dominio perdido mediante coerción y supremacismo. La incertidumbre estadounidense se proyecta hacia la región, que debe prepararse para convivir con una potencia que ya no actúa desde la seguridad de la victoria, sino desde el temor al declive, con una agresividad e injerencismo desembozados que parecían cosas del pasado.
En síntesis, la agresividad de Trump en América Latina es el síntoma visible de una transición histórica. Estados Unidos sigue siendo una potencia militar, tecnológica y financiera de enorme peso, pero enfrenta límites crecientes que ya no puede ignorar. América Latina, por su parte, atraviesa el desafío de transformar el fin de una hegemonía en oportunidad para una inserción soberana en el mundo. El futuro no está escrito: dependerá de la disputa política, la capacidad de articulación regional y la determinación de los pueblos latinoamericanos para construir un proyecto propio y acorde con los desafíos del siglo XXI.