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Biotecnología en Argentina: entre la potencialidad y el desafío

Por Mario Lozano, Universidad Nacional de Quilmes (UNQ)-CONICET

El conocimiento biológico se ha convertido en el principal insumo productivo y una de las fronteras de la soberanía. Pensar esta problemática implica dejar atrás la dependencia y avanzar hacia un proyecto de desarrollo autónomo. Las ventajas de Argentina.

Introducción

En las últimas décadas, el mundo ha vivido una revolución biotecnológica de alcance estructural. La biotecnología moderna —definida por la OCDE como la aplicación de ciencia y tecnología (CyT) a organismos vivos para generar conocimiento, bienes y servicios— representa un salto cualitativo. No se trata solo de mejorar lo existente, sino de aprender a “leer, editar y reescribir las moléculas biológicas” para diseñar nuevas entidades, procesos y productos. Es una plataforma que puede reindustrializar el país con biofármacos, bioinsumos, biomateriales y biocombustibles, con creciente demanda global.

La lectura y edición del genoma, la ingeniería de proteínas, las terapias génicas y los bioinsumos han transformado la manera en que producimos alimentos, enfrentamos enfermedades y fabricamos materiales. En esta etapa del capitalismo global, el conocimiento se ha convertido en el principal insumo productivo. 

Por ello, la biotecnología no es solo un campo científico o una promesa tecnológica: es, ante todo, una frontera de soberanía donde se juega parte del desarrollo nacional. Para Argentina —con su matriz productiva anclada en recursos biológicos, su tradición científica y su historia de políticas públicas en CyT— representa la posibilidad de transitar desde un modelo de dependencia hacia un proyecto de desarrollo autónomo basado en conocimiento propio. Pensar la biotecnología hoy implica, por lo tanto, pensar la política.

Las condiciones favorables: una base sólida y un mercado en expansión

Argentina no parte de cero, es un país con ADN biotecnológico que reúne condiciones excepcionales para su despliegue contando con un ecosistema científico de relevancia. Pocos países del Sur global tienen una red de instituciones de alta calidad y un sistema de alcance nacional como el que abarca desde el CONICET, el INTA, el INTI a las universidades públicas distribuidas por todo el territorio. En el relevamiento de la Provincia de Bs. As. de 2014, se identificaron más de seiscientos proyectos biotecnológicos, involucrando a alrededor de 3.500 profesionales. Aquella foto mostraba un sistema en expansión, con universidades, como las de La Plata, Quilmes o San Martín articulando grupos que ya trabajaban con técnicas de frontera: secuenciación genómica, cultivos de tejidos, ingeniería de proteínas, bioinformática o nanobiotecnología. Esta capacidad se materializó en desarrollos concretos que van desde enzimas recombinantes y biofertilizantes hasta terapias génicas y diagnósticos de alta precisión. Actualmente, este sistema se ha diversificado y complejizado. 

Además, existe un entramado empresarial dinámico, aunque frágil. El Censo de Empresas de Bio-Nanotecnología 2023, citado en el Informe de Cadenas de Valor en Biotecnología del Ministerio de Economía de 2025, identificó 340 firmas. Se trata de un sector joven y emprendedor: el 53% son microempresas, 146 son start-ups con menos de 7 años de antigüedad y más de la mitad son spin-offs de grupos de investigación públicos con al menos un fundador vinculado al sistema CyT, lo que muestra la continuidad entre la generación de conocimiento y su aplicación productiva. Este dinamismo es crucial, pues como señala el informe: “La innovación en la industria biotecnológica se canaliza en forma creciente a través de nuevas empresas generadas en ambientes de investigación básica y aplicada”. El dato es elocuente: en América Latina y el Caribe, las start-ups de biotecnología representan más del 62% del total de empresas de Tecnología Profunda. 

Finalmente, el contexto global es abrumadoramente favorable. El mercado mundial de biotecnología movilizó ventas por aproximadamente USD 1,6 billones en 2024 y se proyecta que trepará a USD 4,6 billones en 2034. Los motores —salud humana, soluciones industriales y agrobiotecnología— coinciden con las fortalezas argentinas. El país ya es un actor reconocido en agrobiotecnología, siendo pionero en la aprobación de cultivos transgénicos en los 90. El desafío es replicar ese liderazgo en otras cadenas de valor, como la biofarmacia y la biotecnología industrial.

Este panorama configura una base sólida sobre la cual podría construirse una verdadera bioeconomía nacional. Existen capacidades, masa crítica de investigadores, trayectoria, infraestructura instalada y una nueva generación de empresas. También existe un marco legal, con la Ley de Promoción de la Biotecnología y el régimen de Economía del Conocimiento, que establecen incentivos fiscales y mecanismos de estímulo. Y hay una conciencia creciente de que la biotecnología constituye un vector de desarrollo estratégico.

Los límites del modelo neoliberal: ciencia sitiada y fuga de soberanía

Sin embargo, esta potencialidad convive con límites estructurales que le han puesto techo a su desarrollo. La Argentina neoliberal —que subordina la ciencia al mercado y considera el conocimiento un costo y no una inversión — no puede desarrollar una biotecnología moderna y soberana. Esta lógica ha generado tres problemas críticos:

  1. Asfixia financiera: La inversión nacional en I+D ronda el 0,6% del PIB, una cifra risible comparada con el 2%-4% de países líderes como Estados Unidos, Israel o Corea del Sur. Esta brecha no es un dato menor; es una condena. Como reflejaba el relevamiento de la PBA, el 96% de los proyectos declaraba tener inconvenientes con infraestructura y equipamiento. El 73% de las empresas censadas en 2023 señaló al acceso al financiamiento como una limitante principal, especialmente en etapas tempranas. Sin una inyección sostenida y estratégica de recursos públicos, la brecha con el mundo no hará más que ampliarse.
  2. Fuga de soberanía intelectual y empresarial: La dificultad para acceder a capital de riesgo local empuja a las start-ups a buscar financiamiento en el exterior. “Esto suele obligarlas a registrar la empresa fuera del país —advierte el informe de 2025—, lo que deriva en una pérdida de radicación formal y de propiedad intelectual, y limita la captura local de los beneficios del crecimiento del sector”. Esta es la versión moderna de la fuga de cerebros: no solo se van las personas, sino que se deslocaliza la propiedad de las empresas y el fruto de su ingenio.
  3. Desconexión entre ciencia y demanda productiva: El modelo neoliberal debilita los mecanismos de articulación. El relevamiento en la PBA mostraba que el 82% de los proyectos de investigación surgían como una idea endógena del grupo científico, mientras que solo el 2% respondía a un pedido específico de una empresa. Debemos cuidar la ciencia básica sin dejar de orientar el desarrollo hacia problemas productivos estratégicos para evitar el despilfarro de recursos en un contexto de restricciones.

El rol del estado y las políticas públicas: más allá de la promoción aislada

Ante este diagnóstico, queda claro que el mercado por sí solo no resolverá estos nudos estructurales. Se requiere un Estado promotor, inteligente y articulador, que actúe en varios frentes simultáneamente. Es el Estado quien debe definir la orientación de la investigación científica en términos generales. No se trata de priorizar entre ciencia básica y aplicada o sociales y naturales (todas son esenciales), sino de pensar en qué áreas del desarrollo deberían confluir las investigaciones para resolver problemas concretos, fomentando la interdisciplina y la capacidad de formar profesionales en muchas áreas del conocimiento, no sólo en las científico-técnicas.

Para ello, es imperativo incrementar y cualificar la inversión pública. No solo aumentar el presupuesto de CyT, sino lograr orientarlo estratégicamente hacia áreas de vacancia y oportunidades globales. Instrumentos como la Ley de Promoción de la Biotecnología y la Ley de Economía del Conocimiento son valiosos, pero, como también señala el informe del Ministerio de Economía, su alcance ha sido limitado por la “falta de recursos financieros complementarios que aseguren la llegada de los proyectos al mercado”. Por otra parte, el mal uso de estos recursos ha derivado los fondos mayoritariamente a grandes empresas, en detrimento de los emprendimientos pequeños y medianos que son los más dinámicos y proactivos en la generación de empleos de calidad.

Además, el Estado debe actuar como arquitecto de ecosistemas. El éxito de modelos como el israelí, con su programa Yozma, radica en la combinación de inversión pública y privada bajo una visión de largo plazo. En Argentina, el Fondo Fiduciario para el Desarrollo de Capital Emprendedor (FONDCE) suele ser señalado como un instrumento exitoso que logró mitigar el riesgo en etapas tempranas. Es fundamental escalar y dar continuidad a este tipo de mecanismos, fomentando clústeres regionales que articulen universidades, empresas y gobiernos provinciales. Como ejemplo, en 2023, el gobierno de la PBA anunció la creación del Programa Desarrollo de Clústeres, con el objetivo de potenciar entramados productivos, fomentar el agregado de valor y promover el arraigo territorial.

Finalmente, se necesita una política de compra pública inteligente y una regulación ágil y previsible. El Estado, como gran demandante en áreas de salud, ambiente y alimentos, puede convertirse en el primer cliente de estas nuevas empresas, ayudándolas a cruzar el “valle de la muerte” que separa el prototipo del producto comercial. Al mismo tiempo, es crucial agilizar los procesos regulatorios que el 60% de las empresas identifica como un obstáculo por sus “largos tiempos de aprobación” y “altos costos asociados”.

Un Horizonte de Tensiones Abiertas

La biotecnología ofrece a la Argentina la oportunidad de construir un modelo de desarrollo basado en el conocimiento, la soberanía productiva y la sostenibilidad. En este camino, la vigencia del triángulo de Sábato —la articulación virtuosa entre Estado, sistema científico y sector productivo— se revela como un principio rector más necesario que nunca. El desafío es modernizar este esquema, fomentando no sólo vínculos bilaterales sino redes densas y colaborativas donde el Estado actúe como el nodo articulador que reduce incertidumbres.

Sin embargo, materializar este potencial requiere enfrentar tensiones que el debate público debe resolver:

  • ¿Cómo generar una masa crítica de financiamiento de riesgo sin ceder soberanía sobre los proyectos y la propiedad intelectual?
  • ¿Cómo orientar parte de la agenda científica hacia demandas productivas estratégicas sin socavar la libertad de investigación y la ciencia básica?
  • ¿Cómo diseñar un marco regulatorio que sea a la vez riguroso y ágil, garantizando seguridad sin paralizar la innovación y evitando la depredación del financiamiento público por parte de las grandes empresas?

El camino no es sencillo, pero el punto de partida es claro: la biotecnología es demasiado estratégica para dejarla librada únicamente a la lógica del mercado. Exige una alianza virtuosa entre un Estado con visión, un sector científico consolidado y un empresariado nacional con ambición de jugar en las grandes ligas. La alternativa —la de un país que exporta materias primas e importa tecnología— es un futuro que ya hemos vivido, y que no podemos permitirnos repetir.

Reflexión final

La historia demuestra que, al desfinanciar el sistema científico, se pierden capacidades y se fracturan equipos de investigación que tardan décadas en formarse. La investigación biotecnológica es especialmente vulnerable a la inestabilidad presupuestaria, dependiendo de una continuidad, equipamiento y personal altamente calificado. El neoliberalismo, con su lógica de desmantelamiento del Estado y su aversión a la planificación estratégica, ha sido el principal obstáculo para que esta potencialidad se concrete en un sector robusto, con empleo calificado, soberanía tecnológica y liderazgo regional.

Más aún, el neoliberalismo no destruye solo recursos materiales: desarticula sentidos. Al sustituir la idea de ciencia pública por la de “innovación rentable”, borra la dimensión colectiva y soberana del conocimiento. La biotecnología, en ese marco, se convierte en un enclave subordinado, orientado a proveer servicios para cadenas globales cuyos centros decisorios son foráneos. Así, las capacidades locales se limitarán a adaptar tecnologías importadas o a exportar talento, mientras el excedente tecnológico se fuga. Es la paradoja de un país con científicos de excelencia y políticas erráticas, que forma recursos humanos de altísimo nivel para que luego sus ideas terminen nutriendo desarrollos ajenos.

El desafío, entonces, no es solo económico, sino político y cultural. El Estado argentino debe recuperar la capacidad de pensar la biotecnología como una política de desarrollo nacional. Esto implica garantizar financiamiento sostenido a la investigación básica y aplicada, entendida no como gasto sino como inversión estratégica, y desarrollar mecanismos que permitan orientar las investigaciones hacia los territorios de mayor necesidad del país. También supone construir instituciones de mediación —oficinas de transferencia, incubadoras públicas, fondos de coinversión— que permitan transformar resultados científicos en innovaciones socialmente útiles sin perder el control sobre el conocimiento generado.

Pero la cuestión va más allá del diseño institucional: se trata de definir para qué y para quién queremos la biotecnología. No se trata solo de aumentar exportaciones o competitividad, sino de orientar la capacidad tecnológica hacia problemas concretos de la sociedad argentina: la salud pública, la producción de alimentos sustentables, el saneamiento ambiental, la energía limpia, la reducción de desigualdades territoriales. La biotecnología no debe ser únicamente un sector económico, sino una herramienta para construir soberanía y bienestar. Es aquí donde se hace evidente que el desarrollo en biotecnología requiere también de la participación de profesionales e investigadores de otras áreas del conocimiento (Economía, sociología, urbanismo, ecología). Un Estado que degrada a las ciencias sociales y humanas condenará el futuro productivo del país. Ningún país desarrollado se ha preguntado si las ciencias sociales son útiles; por el contrario, las han utilizado para forjar la cultura y el bienestar de sus sociedades. Para países como el nuestro, la articulación y el desarrollo de calidad en todas las ramas de la ciencia es esencial para salir de la dependencia.

En esta perspectiva, el rol del Estado no se limita a financiar o regular. Debe actuar como articulador de un ecosistema de conocimiento, capaz de vincular universidades, institutos, empresas y comunidades productivas. También como garante de una visión ética y política de la innovación, que asegure que el avance biotecnológico se realice en armonía con el ambiente y en beneficio del conjunto social. La discusión sobre la biotecnología, en última instancia, es también una discusión sobre el tipo de desarrollo que deseamos: uno concentrado y dependiente, o uno democrático, inclusivo y sustentable. Resolviendo, además, la tensión entre la globalización del conocimiento y la necesidad de soberanía nacional. El desarrollo de la ciencia es global, pero se aplica sobre ecosistemas, poblaciones, economías regionales y realidades sociales locales.

La Argentina cuenta con un capital humano y científico que no puede ser reconstruido fácilmente si se lo destruye. Cada laboratorio cerrado, cada becario que se va del país, cada investigación que se interrumpe, cada empresa que traslada su área de I+D a otro país, significa una pérdida de tiempo histórico. La biotecnología exige horizontes largos: lo que se invierte hoy rendirá frutos probablemente en diez o veinte años. Requiere políticas estables, financiamiento previsible y, sobre todo, una concepción de Estado que piense más allá del ciclo electoral. En este sentido, el neoliberalismo —con su obsesión por la eficiencia inmediata y su desprecio por el saber público— es el enemigo natural de cualquier estrategia biotecnológica soberana.

Al mismo tiempo, tampoco basta con invocar al Estado. El riesgo opuesto es imaginar que la ciencia pública, por sí sola, puede resolver las brechas productivas. El Estado debe ser inteligente, no omnipresente: debe crear condiciones, articular actores, promover innovación, proteger capacidades, pero también abrir espacio a la iniciativa privada y a la cooperación internacional bajo reglas que preserven la soberanía. Se trata de construir un modelo de desarrollo concertado, donde el conocimiento científico se traduzca en valor económico y social dentro de un marco de justicia distributiva.

Como siempre, la cuestión de fondo es política: ¿qué lugar ocupa la ciencia en el proyecto de país? Si se la concibe como instrumento de inserción subordinada en los mercados globales, la biotecnología se reducirá a un enclave exportador. Si, en cambio, se la asume como parte de una estrategia de autonomía y transformación, puede convertirse en motor de una nueva matriz productiva basada en el conocimiento. En esa disyuntiva —que no es técnica sino ideológica— se juega buena parte del futuro argentino.

Pensar la biotecnología en clave nacional implica asumir su carácter doble: como campo de promesa, ofreciendo soluciones inéditas a desafíos urgentes, y como campo de disputa, involucrando la apropiación y orientación del conocimiento y la definición misma de soberanía.

Sabemos que las oportunidades tecnológicas no se aprovechan automáticamente: requieren políticas públicas, continuidad institucional y una visión estratégica compartida. Hoy, la biotecnología representa para el país una oportunidad de desarrollo soberano y un terreno de batalla ideológica.

No se trata de elegir entre Estado o mercado, entre ciencia pura o aplicada, natural o social, sino de construir una articulación nueva entre conocimiento, producción y política, que reconozca las condiciones favorables, pero que también enfrente con lucidez las limitaciones impuestas por la lógica neoliberal. La biotecnología puede ser una herramienta para seguir reproduciendo la dependencia o un instrumento para superarla. El desenlace dependerá de la capacidad colectiva de pensar estratégicamente el futuro.

La biotecnología no es solo un campo científico o una promesa tecnológica: es, ante todo, una frontera de soberanía donde se juega parte del desarrollo nacional. 

El desafío no es elegir entre Estado o mercado, ciencia pura o aplicada, natural o social, sino construir una articulación nueva entre conocimiento, producción y política, que reconozca las condiciones favorables y enfrente con lucidez las limitaciones impuestas por la lógica neoliberal.